Me falta un móvil. Pues, no tengo un móvil, pero la mayoría del tiempo, no me importa. A veces, cuando viajo a un lugar desconocido, me gustaría un mapa o direcciones. Pero esto no causa tantos problemas como se podría pensar.
Antes de un viaje a pie, en coche, o en transporte público, estudio un mapa y memorizo los giros. Durante el viaje, consulto la brújula que llevo en la muñeca. A menudo mi tableta puede decirme la ubicación por un chip que detecta movimiento o si hay un señal WiFi. Consulto mapas en un metro y señales en un autobús; nota puntos de referencia como montañas, ríos, y edificios; y pido ayuda a otra gente.
A veces me pierdo. Así es la vida. Se puede aprender más cuando se pierde. Pero no me pierdo muchas veces (es decir, no me aprendo mucho, al menos en esta manera). Es cierto, me perdí durante mi segunda día por el Camino de Santiago, después de que elegí un desvío. Por eso, pasé un rato al lado de una carretera desagradable. El año pasado me frustré en Tijuana cuando caminé en círculos después de cruzar la frontera, y porque las rutas no son diseñadas para peatones.
A pesar de todo, no quiero un móvil. Con una tableta y un portátil, tengo bastante tecnología. Con Google Voice y email, hay suficientes formas de conectar conmigo.
A veces una empresa, como un banco o LinkedIn, quiere el numero de un móvil físico para confirmar mi identidad. Evito empresas así. Solo me faltan los mensajes — las pendajadas, según mi amiga — de mi grupo de mis compañeros hispanohablantes en WhatsApp, porque tengo que confirmar mi identidad allí también. Esta mañana acabo de volver a esa comunidad.